sábado, 2 de mayo de 2015

LOS HOMBRES QUE DESVIRGUÉ



Si hay algo que todos -hombres y mujeres, ricos y pobres, blancos y negros- tenemos en común, es el hecho de haber nacido vírgenes y de que, salvo rarísimas excepciones, moriremos habiendo dejado de serlo. Aunque sea una etapa vital compartida por ambos sexos, se habla con frecuencia de "desflorar" o desvirgar a una chica, obviando que los varones deben pasar por lo mismo. Sea como fuere,  en la actualidad hombres y mujeres suelen vivir su virginidad como algo a superar, como un problema, avergonzados y acomplejados cuando creen haber superado la "edad máxima ideal" para dejar de ser vírgenes. No obstante, esta generalización sólo vale para la llamada civilización occidental; el mundo en el que vivimos, aunque globalizado, sigue siendo un vasto océano de culturas poco dadas a dejarse contaminar.  Tanto es así que esa "edad máxima ideal" para perder la virginidad no existe, objetivamente hablando; en cada país y en cada etapa histórica esa edad varía, y por ejemplo, la edad promedio de pérdida de la virginidad en Brasil es de 15-16 años, mientras que en la India es de 19-20 años. 





Perdona que me enrolle tanto, no es mi estilo, ya sabes que suelo ir al grano... La introducción viene a cuento del email que recibí de un seguidor del blog, en el que me contaba su "problema": continúa virgen a los 26 años; por razones personales, este chico no ha acudido a ninguna colega mía para disfrutar su primera experiencia sexual. Además de aconsejarle diversas estrategias para aproximarse sexualmente con éxito a las mujeres, le quité hierro al asunto: no es para tanto. Basándome en mi dilatada experiencia personal y profesional al respecto, puedo afirmar que la mayoría de hombres vive su virginidad de forma desagradable, y que todos, sin excepción, se ríen de sí mismos cuando recuerdan lo mal que se sentían cuando todavía eran vírgenes y deseaban dejar de serlo cuanto antes.






Han sido muchos, muchísimos, los hombres a los que he desvirgado desde que empecé mi carrera como puta; ya antes, se habían cruzado algunos vírgenes en mi camino. En honor a la verdad, te confesaré que recuerdo sólo a unos pocos. Mea culpa. Recuerdo muy vivamente a uno de esos hombres, por las circunstancias especiales en las que vivió conmigo su primera experiencia sexual. 






Julián era un chico de veintiún años, estudiante del Seminario Pontificio de Roma: iba para cura. De eso me enteré más tarde, después de que me hubiese penetrado por casi todos los agujeros de mi cuerpo. Por aquel entonces, yo estaba en la ciudad a causa del trabajo de André, mi ex-marido; nuestra relación hacía aguas desde muchos meses atrás, y yo me sentía completamente libre para hacer lo que me saliese del coño.

Sentada en una terraza de la bellísima Piazza Navona, apuraba el último sorbito de un delicioso café mokka cuando posé mi vista en él. Con aire despreocupado, vestido informalmente, se recostaba sobre una farola, dejando que un mechón de aquellos cabellos dorados revoloteara sobre su frente. Parecía uno de esos dioses romanos esculpidos en mármol del Museo Vaticano: proporciones perfectas, un rostro ofensivamente hermoso, creado para hechizar. Me sentí húmeda al instante. Tenía que tirármelo como fuera; lo hubiese hecho allí mismo, a plena luz del día. Me veía arrodillada frente a él, bajándole los pantalones y tragándome su polla mientras manoseaba con avidez aquel culo prieto y divino.




Opté por hacerme la encontradiza, resbalando muy oportunamente frente a él. Despertó de su ensimismamiento, acercándose a ayudarme. Mientras Julián me exploraba el tobillo, yo temía no poder contenerme más y saltarle encima. Mi vagina palpitaba y lubricaba como si hubiera enloquecido. Con una cojera fingida, le pedí que me acompañara hasta mi hotel. Dudó sólo unos segundos, pero accedió. 






Le rogué que me llevara hasta mi habitación, y una vez allí, me puse lo bastante pesada para que me aceptase una copa de vino para pagarle su gentileza. Dudó sólo unos segundos más, y asintió. Mientras saboreaba su copa de oporto, me eché sobre la cama, desplegando mi arsenal de gestos y miradas más insinuantes. Le vi tragar saliva. Balbuceó no sé qué de alguien que le esperaba, e intentó marcharse. Me incorporé de un salto, asiéndole por la cintura y atrayéndole hacia mí; pareció notar la erección de mis pezones y el contacto con mi sexo ya desbocado. Deslicé una mano hacia su verga, y comprobé entusiasmada que la tenía lo bastante tiesa como para atravesar un muro de hormigón. Empezaba ya a desnudarle a toda prisa cuando él, con jadeos entrecortados, susurró: "yo, yo, soy virgen...". La sorpresa me duró una décima de segundo. Le sonreí pícaramente, y le respondí: "por muy poco tiempo".






Me acometió al estilo tradicional (a lo misionero, nunca mejor dicho), metiéndose dentro de mi coño con pasmosa facilidad. Su excitación de virgen reprimido por la religión, y la húmeda calidez de mi vagina, le hicieron correrse al momento, emitiendo un potente grito desde lo más profundo y primitivo de su ser. Se estiró en la cama, respirando agitadamente, con los ojos desorbitados y el pene tan rígido como antes. "Ahora me toca a mí", le dije. Y al instante estaba sobre él, cabalgando a mi antojo, dirigiendo aquella magnífica polla por todos los rincones de mi sexo.  







Satisfecha ya la apremiante necesidad de ambos, nos entregamos a la exploración de nuestros cuerpos y a la experimentación de todas las variantes sexuales a las que él se atrevió. Me besó con dulzura, una vez vestido, y me confesó su condición religiosa. Admito que esta vez sí me sorprendió. No sabría decir cómo me sentía; desde luego no notaba remordimientos de ningún tipo, pero tampoco estaba como para tirar cohetes. Con el tiempo, y ya de puta, han pasado por mi vida sexual muchos curas y monjas. Sí, queridas y queridos, no os escandalicéis: los religiosos también follan, y mucho -todo lo que les dejan-. Julián también acabó sus estudios y vistió los hábitos.

Al volver André del trabajo me regaló, sin venir a cuento, un enorme ramo de rosas rojas. Al momento supe que me había vuelto a ser infiel, sin duda con aquel putón verbenero al que llamaba "mi colega Alexandra". Se empeñó en follar conmigo toda la noche, otra prueba incontestable de su aventura. Me alegré de no haberme duchado tras acostarme con Julián, especialmente cuando André me comió el coño:  justicia divina.


Un besazo para todas y para todos. os quiero.









1 comentario:

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