martes, 16 de junio de 2015

SABINA, MI ADORABLE VECINA


Ejercer la prostitución conlleva un considerable abanico de riesgos y amenazas para la propia integridad física y moral. Y no se trata de una leyenda urbana, te lo juro. Cada persona asume su cuota de exposición a los riesgos inherentes a su oficio, esperando a cambio de ello un retorno en forma de recompensa, habitualmente un salario. Las putas no somos diferentes de cualquier otro profesional, al menos en este sentido: no es infrecuente el cliente que, enardecido por unos minutos de sexo de calidad, no acierta a distinguir aquello por lo que realmente ha pagado y te cruza la cara, reventándote el labio. Y aunque una, curtida en mil batallas, tenga un encaje de campeona, prefiero que me sacudan sólo cuando y si me apetece o, en todo caso, cuando entra en el servicio pactado.

Con respecto a la integridad moral, la cuestión es algo más compleja y sutil. En palabras sencillas, se trata de la dificultad que una mujer pública (me encanta esta forma tan anacrónica de denominarnos) tiene para llevar una vida "normal" al margen de su trabajo, sin que se la señale continuamente, se la juzgue y se la condene allá donde vaya y haga lo que haga. Es algo tan antiguo como la Humanidad, supongo, pero no deja de ser un ejercicio de supina hipocresía colectiva. Doy fe de que muchos de esos honrados y ejemplares pilares de la comunidad, que se erigen en cabecillas de los del dedo acusador, sustraen hasta el último céntimo de la economía familiar para engrosar las cuentas corrientes de las señoritas que fuman (otro eufemismo heredado del imaginario colectivo). Además de follar por dinero, soy una gran lectora y estudiosa aficionada de la conducta humana (¿sorpresa?), y por eso, a aquellos que, DE VERDAD, queráis conocer por dentro el mundo de la prostitución, os recomiendo que leáis YO PUTA (pulsa AQUÍ para acceder al libro), una lectura que no os defraudará.



Uno de mis caballos de batalla, en lo que se refiere a mi búsqueda personal del anonimato y la libertad en el ejercicio de mi profesión, es Sabina. Os hablé de ella de pasada en mi post Bienvenidos a mi blog. Sabina es una soberbia morenaza de piernas interminables que habita el ático de mi comunidad de vecinos junto a René, un tipo estirado con aire de autosuficiencia que consigue sacar lo peor de mí. Hasta hace unos pocos meses, mi pisito de alquiler en esa comunidad era el remanso de paz que toda puta que se precie merece tener, un coto vedado a cualquier modalidad de intercambio sexual donde recuperarse física y anímicamente; para mis vecinos, yo era Ana, una empresaria del ramo del ocio y las relaciones sociales, y por tanto, con horarios y centros de trabajo un tanto irregulares. Esta situación idílica, sin embargo, terminó.




Uno de mis clientes habituales, programador informático, me había citado en una plaza muy céntrica y concurrida de la ciudad. Al caballero le pone a mil echar un polvo en lugares así, metidos en un baño público o escondidos entre una arboleda tupida, deprisa y corriendo y más pendiente de la gente que pasa que de la mamada que le estoy haciendo. Se lo cobro muy, muy bien, puedes creerme. Pues a lo que iba.





Era un día muy lluvioso y desapacible, y nos metimos en su coche, aparcados en doble fila y con los intermitentes centelleando. Me bajé las bragas y monté sobre él en el asiento del conductor, ofreciéndole -o más bien haciéndole tragar- mis pezones. Había que ir aprisa. Junté los muslos ofreciendo resistencia a su miembro, que apenas había conseguido endurecerse. El show había empezado: mi movimiento de caderas activaba ahora el limpiaparabrisas, ahora el claxon, convirtiendo aquel coche en un carrusel de feria. Cuando mi cliente percibió que los peatones se paraban, curiosos, junto al vehículo, sufrió su esperado fogonazo de virilidad, y empezó a bombearme con un pollón XXL, agarrándome con fuerza el culo. Se corrió pronto, emitiendo un aullido que mitigó levemente un oportuno bocinazo del coche. Nos vestimos a todo trapo y abandoné el vehículo lo más discreta y dignamente que pude. Al levantar la vista la vi. Mierda.




Sabina, pegada a la cristalera de un bar cercano, sonriendo pérfidamente, me miraba a los ojos y, sin palabras, me dijo: "ya eres mía". Por la noche, al volver a casa, me la encontré en la escalera, esperándome como una araña aguarda, hambrienta y paciente, a la mosca que sabe va a devorar antes o después. Jugueteaba con una cámara de fotos, sabedora de mi pasión por la fotografía. La muy cabrona se había vestido casi igual que yo. Menuda chalada. "¿En tu casa o en la mía?", me soltó, aunque no había elección posible. Entramos en mi piso, y se sentó en el sofá, sin esperar invitación.




"Así que eres una puta", me soltó a bocajarro, "una putita guarra que vende su coño al mejor postor. Menudo numerito has montado antes". "¿Qué quieres de mí, Sabina?", respondí, conteniendo mi rabia. "Bueno, mi silencio tiene un precio. Como experta en transacciones comerciales, lo comprenderás...". La hubiese estrangulado allí mismo. Harta ya de jueguecitos, fui directa al grano: "¿cuánto?". Sonrió nuevamente, mientras se desabrochaba  los botones del corpiño: "siempre he querido probar con una mujer, y ahora te tengo a ti... y gratis". Estupefacta, calibré las consecuencias de una negativa: mudanza de piso, y tal vez incluso de ciudad. Consideré sus exigencias un mal menor, ante la posibilidad de que me hubiese querido usar para un trío con el botarate de su marido.

Resignada a someterme al chantaje, decidí dar lo mejor de mi buen saber hacer sexual, y satisfacer la curiosidad de aquella hembra maligna. Me aproximé a ella, y la despojé de sus ropas, lenta y sensualmente, mientras la besaba paseando mi lengua por todos los recovecos de su boca. Se estremeció como una colegiala ante su primer magreo. Tenía un cuerpo imponente, torneado a sudor y lágrimas en el gimnasio, que se agitó ávido al sentir mis dedos explorándole el sexo.





Me dejé llevar por el deseo, y la tumbé boca arriba en la cama, regalándole uno de los mejores cunnilingus de mi carrera. Sabina, con los ojos en blanco, gemía presa de un torbellino de sensaciones nuevas para ella. No aguantó mucho. Ahogó un gemido profundo, y se abandonó al placer.

Mientras se vestía, sin apenas mirarme, musitó: "ha sido la reostia. Repetiremos... pronto". Y se largó, la muy zorra. Ya me veía regalándole polvos de por vida. Tomé la decisión de no amargarme, y considerarlo algo así como un impuesto a pagar.


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